viernes, diciembre 04, 2015

A 47 años de Tlaltelolco, a uno de Ayotzinapa: la cultura Díaz Ordaz

A veces se nos olvida que México es un país joven. Olvidamos que nuestro país tiene solo 194 años que dejó de ser una colonia y al menos 93 de haber visto terminada su última guerra revolucionaria para pasar a los gobiernos priístas nóveles que gobernarían nuestro país, creciendo en vicios hasta el año 2000, hasta una intentona de alternancia de solo 12 años.
Esto es producto en gran medida, de la demagogia populista practicada desde tiempos de Miguel Alemán en 1946, donde se nos ha hecho creer que somos un país en franco y pleno desarrollo, a la vanguardia, con logros y avances equiparables a los del resto del mundo. Sólo hace falta pararse en la calle y mirar alrededor para observar de primera mano la realidad producto de la corrupción como sistema imperante: las calles (cuando las hay) están mal construidas y son disfuncionales, hay inundaciones, accidentes de tránsito y embotellamientos. La delincuencia nos rodea, tenemos que cuidarnos de todos en todo momento para no ser asaltados o secuestrados.
La falta de educación cívica está por todas partes, la gente pasea a sus perros y no levanta las heces, se rebasan los límites de velocidad, los semáforos no figuran como señalización, no se respeta al peatón o al ciclista, los automóviles circulan con música estridente violentando la paz y tranquilidad en una franca falta de respeto al prójimo. Hay intolerancia, desprecio y falta de empatía cada vez más evidente hacia los desprotegidos, sin importar su situación.
Nuestro país está dividido, el día a día es un caos. Y somos un caos precisamente porque nuestra doctrina es la del desorden en el tejido social. En nuestro país existe un problema severo en la educación científica, histórica, política, cívica, moral y ética. La raíz de ese problema tiene su base en los mismos cimientos de nuestra historia: la colonia, la guerra y el priísmo.
Al ser tan jóvenes y no contar con instituciones y mecanismos suficientes o efectivos, nuestro sistema político, a diferencia de los de países más avanzados, no se ha estado forjando de manera independiente a las personalidades y estilos de gobierno de los presidentes, sino que guarda una relación muy estrecha con ellos.
Desde Hidalgo, hemos sido un pueblo que sigue a un líder sin cuestionarlo, esto se repitió durante la Revolución, donde la gente seguía a los caudillos incluso sin siquiera saber qué era lo que se buscaba. Por ello somos un país paternalista: si el presidente es un inculto, ignorante que usa la falacia como método para salir de problemas, tendremos entonces un pueblo inculto, ignorante y falaz; si el presidente es altanero, populista y despilfarrador, entonces tendremos un pueblo mayoritariamente igual a él. Estas características se van acumulando en la cultura, teniendo así los defectos de personalidad de todos los presidentes arraigados en nuestra sociedad, aún inconscientemente. Naturalmente, nuestra historia está salpicada con grupos opositores que la misma sociedad se encarga de convertir en parias.
Para entender qué pasó el 2 de octubre de 1968 y las implicaciones que esto tiene en la cultura mexicana, tenemos que revisar de manera específica la persona de Gustavo Díaz Ordaz Bolaños. El presidente que ante aplausos asumió "íntegramente la responsabilidad personal, ética, social, jurídica, política e histórica" ante la matanza de estudiantes en Tlaltelolco, como afirmó poco menos de un año después en su informe de gobierno. Pido al lector hacer uso de la autocrítica e intentar identificar qué de lo siguiente resuena en su cabeza como parte de su propia personalidad cívica, o de la personalidad colectiva de nuestra cultura.
Gustavo fue un niño muy pobre nacido en Puebla, pero con orígenes familiares en Oaxaca. Uno de sus antepasados fue un gobernador de ese estado, que en una de las muchas ironías que brindaría el futuro, murió asesinado mientras ejercía sus deberes. Su padre era un funcionario de la burocracia porfirista, venido a menos con el estallido de la Revolución donde perdió patrimonio y se vio obligado a viajar por todo el país con su familia en busca de oportunidades.
El pequeño Díaz Ordaz, creció acomplejado por el acoso escolar de sus compañeros por su apariencia y pobreza, en particular por un episodio de embargo a su familia por deudas contraídas y por la constante violencia psicológica ejercida por su madre al recordarle siempre su fealdad. Desarrolló una personalidad antipática y defensiva, obsesionada con su propio concepto del orden y una preferencia por no convivir con otros, que lo llevarían a ser siempre la persona más impopular en los círculos estudiantiles y sociales que frecuentaba. Sin embargo, Gustavo desarrollaría una astuta estrategia de supervivencia que le serviría toda su vida hasta llegar a ocupar el máximo puesto político en México: quedar bien con la autoridad en turno.
Desde la escuela primaria, Díaz Ordaz fue un niño que siempre acusaba a sus compañeros con los profesores, quienes lo veían con beneplácito por su obediencia y utilidad, así como por su hábito por el estudio y buenas calificaciones. El pequeño Gustavo ejerció su pobreza con dignidad hasta convertirse en joven adulto, se aseaba con dedicación todos los días, planchaba su ropa y boleaba sus zapatos hasta dejarlos brillantes. Su situación financiera cambiaría con la adquisición de sus primeros trabajos juveniles. En otra ironía del destino, se dedicaría a embargar familias que no podían pagar sus deudas; pasó de ser víctima a victimario para mejorar su calidad de vida. Dedicaba su vida a jamás volver a la posición social que tanto le molestó de niño, buscando el poder político y económico de manera inteligente.
La práctica de quedar bien con la autoridad en turno, se replicaría en su búsqueda por el poder, primero, con Maximino Ávila Camacho (hermano del presidente Manuel), quien fuera gobernador de Puebla, cacique y que más tarde sería Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas. Díaz Ordaz lo apoyaría y adularía hasta lograr su primer impulso en su carrera política.
Posteriormente usó esta misma habilidad acomodaticia con Adolfo Ruiz Cortines quien se caracterizaba por su buena administración, austeridad y honestidad. Con la desconfianza de un veterano, Ruíz Cortines le daría una posición menor en la Secretaría de Gobernación, pero acercándolo a las esferas de poder. Finalmente se convirtió en mano derecha del presidente Adolfo López Mateos, un presidente frívolo, enfermizo y popular, de quien fuera amigo en los tiempos en que ambos fueron senadores. Su trabajo consistía en tomar todas las decisiones sucias que Mateos no se atrevía, o no podía. Hasta finalmente lograr la presidencia de México.
En contraste al beneplácito que los presidentes y maestros en la historia de su vida manifestaban hacia Díaz Ordaz, la mayoría de las personas que no ostentaban posiciones importantes y convivieron con él en algún momento de su vida, lo describen como un ser desagradable, antipático, cortante y corrosivo. Cuando llegó a ser presidente no gastó en lujos, o al menos no como otros presidentes, pero sí se hizo de una colección personal de trajes finos, batas de baño, zapatos, camisas, corbatas y calcetines, muchas de ellas bordadas con sus iniciales.
Iracundo como era, no validaba ninguna decisión que no fuera la suya, sufría de gastritis y severos problemas estomacales, se estresaba con facilidad y por ello durante su sexenio fue un presidente aislado tanto de su gabinete como de su pueblo. No obtenía la información de manera directa, juzgaba mediante las opiniones y consejos de unos cuantos. Su Secretario de Gobernación, el discreto Luis Echeverría Álvarez sería su mano derecha y virtualmente la única persona que le haría llegar la información hasta su despacho. Se mantiene la teoría de que fue Echeverría quien habló únicamente con el presidente sobre los estudiantes universitarios que se manifestaban, exagerándole la situación al grado de hablar de la organización de una guerra civil y de células terroristas; evocando en el presidente miedo a una nueva revolución que dejara al país como en su pobre infancia. Finalmente se dice también que fue Echeverría quien ordenó el ataque letal contra el Consejo General de Huelga para obtener la presidencia.
Díaz Ordaz fue el último presidente de México al que le fue bien en economía. Con un récord impecable en crecimiento económico, un índice de bienestar que siempre fue potencialmente hacia arriba, el mayor paso de ciudadanos mexicanos de la pobreza a la clase media. Sin duda pudo haber pasado a la historia como uno de los mejores presidentes, pero lo arruinó todo al hacer caso de su única fuente de información y su propia intuición sin contrapesos, fundada por su miedo a una nueva revolución auspiciada por todo aquello que él calificaba como desorden y su fobia a las inquietudes naturales progresistas de los jóvenes: el rock and roll, la cultura hippie y la liberación femenina.
Fue un hombre que nunca pensó fuera de los esquemas establecidos, ni siquiera de los propios y que juzgó de peligroso todo lo que se saliera de ellos, violentando así los derechos más básicos de los ciudadanos y asesinándolos con orgullo.
Díaz Ordaz quería auténticamente proteger a sus hijos y a las nuevas generaciones del rock y el libertinaje, pero en una última ironía, su hijo se convirtió en un rocanrolero y él murió de cáncer en el colon.
Hoy, en el año 2015, la mayoría -salvo algunos sectores que concuerdan con él- lo recuerda como un presidente autoritario y represor que representa lo más oscuro de la historia moderna de México y las prácticas más funestas que descubrió en ese sexenio el priísmo y que se han venido repitiendo y heredando a lo largo de los años: el Jueves de Corpus, la matanza de Acteal, Tlaltelolco el Primero de Diciembre del 2012 y Ayotzinapa.
En 1968 la población estaba francamente desinformada. Todos los noticieros de cadena nacional y la mayoría de los periódicos eran controlados por el gobierno. En los estados no había acceso a la información verdadera de la capital, incluso solo algunos capitalinos estaban plena o parcialmente informados de lo que había sucedido ese día. Televisa, como ahora, dominaba los medios con información oficialista.
Baste recordar los encabezados de todos los tirajes de "El Sol", haciendo ver a los huelguistas como violentos vándalos, justificando la masacre, o el infame reporte del hoy fallecido con honores oficiales, Jacobo Zabludovsky quien minimizó en una de las últimas notas del día el brutal ataque del gobierno contra sus ciudadanos, deslegitimando a los huelguistas y haciéndolos ver como rijosos terroristas. La gente entonces, al igual que su presidente, juzgaba a los muertos de Tlaltelolco de amenazar el bienestar y la nación, sin razón, pero con al menos algo de justificación y hasta con una inocencia peligrosa.
Hoy, el manejo de la información ha cambiado.
Aunque la mayor parte de los mexicanos, en especial los más vulnerables, siguen recibiendo información únicamente de la poderosa, inamovible e inmutable Televisa, existen medios digitales independientes muchas veces atacados por el gobierno. Hay periodistas como la valiente Carmen Aristegui, que ahora está despedida y es desprestigiada entre la sociedad con una campaña que pretende desinformar, pero que no lo consigue del todo. También existen miles de usuarios ciudadanos responsables en redes sociales que a través de sus celulares pueden captar la información real y evidenciarla al momento. Ahora existen válvulas de escape para salir del oficialismo y captar todas las fuentes para formarnos un juicio.
Hoy se saben cosas que antes permanecerían ocultas de la opinión pública, la matanza de los normalistas se supo con relativa rapidez. Se sabe que la búsqueda es difícil porque se encuentran cientos de fosas con cadáveres que no corresponden, se conocen los resultados de los peritos no oficialistas, se sabe que las policías y el ejército estuvieron enterados en todo momento de lo que sucedía y no intervinieron, que hubo una misteriosa figura que apagó las cámaras de vigilancia, que el procurador de justicia Jesús Murillo Karam, en complicidad con el Presidente Enrique Peña Nieto y todo el aparato del Estado, ocultó evidencias e información y falsificó una versión que nombraron "verdad histórica”. Intentando así, salir rápidamente del problema de credibilidad y arreglarlo con demagogia presidencial tardía con frases como "superemos esta etapa", revirando "todos somos Ayotzinapa" y preparando un vacío decálogo. En un país plenamente democrático, esto sería suficiente razón para destituir al presidente de sus funciones e incluso llevarlo a juicio político.
Pero si uno consulta las redes sociales de periódicos y revistas de noticias, podrá observar que a un año de la masacre de Iguala, hay muchísimos usuarios que tachan a los estudiantes de la Normal Isidro Burgos como "terroristas", "vándalos", "delincuentes", “Ayotzilacras"; y que los que se atreven a tener una postura en contra de la falta de un verdadero estado de derecho, la tortura, la violencia, la injusticia, el encubrimiento y el asesinato de los 43, son calificados de "chairos", "pejezombies"o “Ayotzliebers".
A la mano hay información más que suficiente para entender que los padres de los normalistas están desesperados porque no encuentran justicia o una respuesta aceptable a sus demandas, que si bien su lucha a veces no es legal, sí es legítima y es por ello que la llevan a cabo. Hay información histórica para suponer que muy probablemente la autoridad es la que dispara primero o que infiltran agentes para que hagan actos de vandalismo que desprestigien al movimiento. Debe haber incluso alguien que pueda comprobarlo, pero que prefiere guardar silencio.
Esta información no se entiende así por el arraigo irreversible de la cultura que nos hereda el presidencialismo paternalista del PRI, en particular Díaz Ordaz. Una cultura del miedo al otro, de falta de empatía, de egoísmo para no perder lo poco que he podido sacarle al sistema opresor en el que vivo, de aislamiento social, de quedar bien con la autoridad para mi aparente beneficio personal, aunque signifique el perjuicio de la sociedad, y por lo tanto, mi perjuicio.
A causa de esta herencia cultural, en cada uno de los muchísimos mexicanos intolerantes, hay un pequeño Zabludovsky juzgón y acomodado susurrando versiones en un oído, un Echeverría sugiriendo violencia en el otro y un pequeño Díaz Ordaz tratando de salir a imponer opiniones y voluntad, sin importar las consecuencias o las formas de hacerlo, violentando derechos fundamentales, propiciando la injusticia, radicalismo e impunidad que, al igual que el expresidente, irónica y paradójicamente temen y critican. Es preocupante que al igual que el traumatizado y paranoico Díaz Ordaz tuvo poder, estos ciudadanos también sean poco cívicos y de oídos sordos que también resquebraja al país.
Lo único que deberíamos aprender de Díaz Ordaz en aquel trágico suceso de 1968, es su capacidad de asumir su propia responsabilidad. En vez de caer en la trampa fácil y de tradicional paternalismo de transferírsela a la autoridad o a los grupos que se le oponen, debemos asumir la nuestra en el gran tejido social que es nuestro país, entenderlo, documentarnos, dialogar y pasar a un México más maduro cívicamente.
Tiene que ser necesariamente así para lograr una democracia plena, con instituciones y mecanismos confiables, un sistema judicial que funcione, una democracia inteligente, un Estado de Derecho y que ninguna matanza de ésta índole vuelva a suceder jamás.
Aprendamos a gobernarnos nosotros mismos.
Que deje de gobernarnos Díaz Ordaz